Todo comenzó con una desaparición silenciosa.
Una tarde cualquiera, Elena simplemente no volvió. Dejó de ir al parque donde cada atardecer encontraba a Julián, en la banca de siempre, escribiendo en su cuaderno azul.
Nadie supo si se había marchado, si estaba bien… o si algo peor había ocurrido.
Elena siempre decía que los finales felices eran para las películas.
Y que en la vida real, lo que quedaba eran finales inconclusos… como una canción que se corta justo antes del último acorde.
Julián, en cambio, era un romántico empedernido. Creía que todo podía arreglarse con una carta bien escrita o una última conversación a tiempo.
Se conocieron en un otoño que parecía primavera. La ciudad estaba llena de jacarandas y promesas rotas. Ella salía de la librería de la esquina cuando lo vio por primera vez, sentado en la banca más apartada del parque, escribiendo en un cuaderno azul.
Durante semanas, se buscaron sin buscarse. Coincidían en cafés, en calles angostas, en la misma banca cuando la tarde se teñía de naranja.
Un día, por fin, Julián dejó de escribir y la invitó a sentarse.
—¿Crees en las casualidades? —le preguntó.
—Creo que a veces el destino se disfraza de coincidencia —respondió Elena, con esa media sonrisa que lo desarmó por completo.
Desde entonces, cada tarde fue suya. Las charlas se alargaban hasta que la ciudad encendía sus luces y ellos se quedaban en penumbra, hablando de todo y de nada.
Pero como todo lo que brilla demasiado, aquello comenzó a desvanecerse sin que se dieran cuenta.
Elena empezó a llegar tarde. O a no llegar.
Julián escribía más, pero hablaba menos.
Hasta que un día, simplemente no volvió.
Pasaron semanas. Meses.
Una mañana de lluvia, Julián recibió un sobre sin remitente. Dentro, una carta con la letra desordenada de Elena.
*»Julián:
Siempre supe que mi tiempo contigo sería breve. La vida nunca me enseñó a quedarme, solo a irme antes de que las cosas dolieran demasiado.
No quise despedirme. No sabría cómo hacerlo sin quedarme.
Si alguna vez me extrañas, ve a la banca del parque. Yo estaré en cada palabra que escribas y en cada silencio que no te atrevas a llenar.
Gracias por ser mi breve eternidad.
—Elena»*
Julián fue esa misma tarde.
El parque estaba vacío, pero en la banca, bajo la lluvia, encontró el viejo cuaderno azul.
Lo abrió. La última página tenía solo una frase, escrita con tinta corrida:
«A veces, amar también es saber cuándo irse.»
Julián cerró el cuaderno, lo apretó contra su pecho y, por primera vez en mucho tiempo, dejó que las lágrimas cayeran.
Ese día entendió que hay amores que no son para quedarse, sino para enseñarnos que fuimos capaces de sentir… aunque fuera solo por un momento.
Reflexión final:
Algunos amores no terminan… simplemente se quedan suspendidos en algún rincón de la memoria, volviendo de vez en cuando con el aroma de un café, el sonido de una canción o el crujir de las hojas en otoño.
¿Y tú? ¿A quién sigues esperando en la banca de tu memoria?